sábado, 26 de noviembre de 2011

Estoy re-leyendo un libro que me gustó mucho en mi adolescencia. O sea, me encantó en ese entonces, pero en estas noches en que he vuelto a sumergirme en sus páginas, me conmovió más que antes. Ese libro, de cierta forma, ha marcado mi vida y le agradezco que me emocione tanto, pues al leerlo ahora me ayudó a soltar las lágrimas que he contenido estos últimos días. Necesitaba llorar, aunque sinceramente pensé que no iba a hacerlo. Porque recibir una mera confirmación de la sospecha que te ronda hace tiempo es menos impactante que encontrarte con la noticia de un día para otro. Sin embargo, supongo que tenía que llorar igual. Mentiría si dijera que me es indiferente que él, mi gran "amorsh" durante estos últimos dos años, esté pololeando (no conmigo, por supuesto). Es cierto que todos mis prospectos de relaciones amorosas terminan así: con mi objeto amoroso felizmente emparejado y yo sola (sola, sola, sola... la palabra que me obsesiona y tortura un poco desde hace un tiempo), mas no quiero ahondar en los motivos o problemas psicólogicos o simple mala suerte que han hecho de ese final un hecho repetitivo y casi predecible en mi vida. De hecho, he escrito unas cuantas cosas sobre eso: sobre por qué me es imposible concretar algo, sobre la soledad y las inseguridades que crean un círculo vicioso al respecto y sobre cómo me "seco" cada vez más al sentirme tan lejos de lo que anhelo. Pero no publico nada. Armo infinitos textos en mi cabeza, los plasmo en papel o en un hoja de Word y luego no me atrevo a publicarlos, debido a que exponer el proceso de hacerme cargo de mi vida y mis carencias me avergüenza. Tal cual: el pudor (una palabra que yo no uso y que incluso pensé que nunca iba a conocer) me impide exhibir una situación que ha resultado ser sumamente íntima y personal... no, no puedo -ni siquiera aquí, mi casita y refugio- exponer sentimientos, temores y dolores que apenas me atrevo a revelarme a mí misma. Es por eso tal vez que me he ido alejando de la gente. Estoy ahí, como siempre. Y sonrío. Lo triste es que ahora no dejo de sonreír nunca, aunque por la razón equivocada. Mi sonrisa -uno de mis mejores atributos, por lo verdadera y espontánea que solía ser- está ahora congelada en mi cara. Porque si sonríes todo el tiempo y te muestras feliz, nadie va a preguntarte que qué es lo que te pasa. Y no es que yo no sea feliz, es sólo que no quiero que nadie hurgue -por más que sea con la mejor intención- en mis sitios oscuros; no quiero tener que entrar a explicar que estar satisfecha con casi todo lo que soy y lo que tengo no evita que me sienta vacía e incluso que perciba mi corazón más seco y mis respuestas más amargas en ocasiones.
En todo caso, no puedo decir que me sienta triste por su pololeo. Siento una congoja, aunque es más de rabia y celos (algo así como lo que sentí cuando supe que mi ex estaba pololeando, pero quitándole la desolación): rabia de que él haya conseguido emparejarse primero que yo, y celos al pensar "¿que tiene ella que no le podía ofrecer yo?". Además, gracias a la inmadura pero eficaz estrategia de "un clavo saca a otro", ya me había hecho la idea que existen especímenes mejores -en todo sentido- por los que ilusionarse, sufrir y enloquecer.
Llorar porque esté de novio con una niña, que más encima es súper fea (jajaja... lo picota del comentario no quita lo verdadero) es nada más que la punta del iceberg.

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